jueves, 5 de julio de 2012

La última mano que tocó mi solo

Durante los meses del verano, el tedio de Atenea aumentó más, si cabe. Tuvo que exiliarse a la playa por presión familiar, cosa que conllevaba alejarse irremediablemente del antro mugriento. Ahora no podría saber qué de nuevo se cocía por aquellos lares en un momento de permanentes permutas. Por una parte, añoraría a Geliberto por no saber nada de cómo se hallaba su extraña relación. Por otra parte, su amiga María del Carmen poco podría hacer sola por evitar una segura relación pasional entre Enrique, gracias al cual ésta había conseguido olvidar a Ristuk, el más violento del antro, y su nueva vaca. Esas relaciones se consumaban en el antro, de ello no cabía la menor duda, los sofás amanecían con los cojines por el suelo, es más, es lógico afirmar que se producían en el mismo sofá en el cual Geliberto amaba tantas veces a Atenea mientras ésta miraba los dibujos de la pared del antro y pensaba: “Cómo puedo hallarme en tal euforia en este momento viendo unos dibujos tan feos…” A veces, reclinaba su cabeza hacia atrás y lo besaba, momento en que Geliberto aprovechaba para renovar energías. La estabilidad del antro se quebraba sin que nada pudiese ser hecho por impedirlo. Atenea no amaba a Geliberto. Lo quería y quería abandonar la clandestinidad para ver si así lo podría amar. No obstante, Geliberto se resistía, cosa que Atenea atribuía al hecho de que Geliberto podría sólo sentir por ella un amor pasional. Pero Atenea nunca interiorizaba. Ni con Geliberto ni con la del Cid, sólo con el papel. Sí que les contaba sus vivencias. Pero nunca, nunca interiorizaba. Ella actuaba de forma extraña a los ojos de todos los aledaños, mas, si hubiesen conocido su situación, entenderían perfectamente su hastío. Se preguntaba si había llegado a amar a alguien, y sólo creyó haber amado a una persona, que, obviamente, no era Enrique. No entendía cómo pudo ser su compañera. Ahora aborrecía a Enrique, consideraba que era una de esas personas que no tienen nada que aportar al mundo, una persona sin creatividad ni personalidad. Las personas por las que cayó en ese bovarismo cuando salía con Enrique eran todo lo contrario que él. Especialmente uno, que era igual que ella misma. Geliberto era un caso aparte. Su modo de vida era extraño. Seguía bizarros horarios. Atenea creía que con ella, Geliberto se centraría, pero, para ello, era necesario vencer a la clandestinidad, o, mejor dicho, a la cobardía de Geliberto. Por todo esto, nuestra diosa de la inteligencia, tomó una determinación: debía aclarar a Geliberto que, ora se dignaba a admitir en público que entre él y Atenea existía algo, ora Atenea haría todo lo posible por olvidarlo y por no volverse a acostar con él, si lo conseguía. Tenía que averiguar la respuesta de Geliberto en dos días, sino el estío los separaría demasiado.

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