lunes, 18 de febrero de 2013

David Copperfield- Dickens

La figurita esbelta, audaz y saltarina se dio la vuelta y regresó; y no tardé en reirme de mis temores y del grito que se me había escapado (inútilmente, pues no había nadie cerca de nosotros). Pero ha habido veces, muchas veces, en las que he pensado, siendo ya un hombre, si no sería factible que, entre las posibilidades que encierran las causas ocultas, aquel repentino impulso de la niña y su mirada perdida en la lejanía fueran el reflejo de cierta atracción por el peligro y de una llamada de su difunto padre para que se reuniera con él, a fin de que su vida tuviera la suerte de terminar aquel día. Hubo un tiempo en que me pregunté si, de haber sabido imaginar en aquel momento de mi vida el destino que la guardaba, y de haber dependido su salvación de un movimiento de mi mano, yo hubiera debido salvarla o no. Y hubo un tiempo - y no digo que durase mucho, pero existió- en que me pregunté si no habría sido mejor para la pequeña Emily desaparecer entre las olas aquella mañana, ante mis ojos; y sin duda, la respuesta era que habría sido mejor para ella.



El resultado lógico de semejante trato, que duró, según creo, alrededor de seis meses, fue convertirme en un muchacho triste, taciturno y obstinado. Contribuyó, asimismo, a ello el sentimiento de verme cada día más alejado de mi madre. Creo que me habría embrutecido casi por completo de no haber sido por una circunstancia.
Mi padre había dejado en un pequeño cuarto del piso superior, al que yo tenía acceso por estar junto a mi dormitorio, una pequeña colección de libros en la que nadie había reparado. De aquella bendita habitación salieron Roderick Random, Peregrine Pickle, Humphrey Clinker, Tom Jones, El vicario de Wakefield, Don Quijote, Gil Blas y Robinson Crusoe, en hueste gloriosa, para hacerme compañía. Ellos -así como Las mil y una noches y los Cuentos de los genios- mantuvieron despierta mi imaginación y mi esperanza de una vida mejor; y no pudieron causarme el menor daño, pues, de existir algún mal en ellos, yo lo desconocía. Todavía ahora me asombra pensar cómo encontraba tiempo para leer aquellos libros, en medio de mis pesadas tareas y de mis tropiezos. Me resulta curioso que pudieran consolarme de mis pequeños problemas (que para mí eran muy grandes), al permitirme encarnar a mis personajes favoritos e identificar al señor y a la señorita Murdstone con todos sus malvados. Fui Tom Jones toda una semana (Tom Jones niño, una criatura inofensiva). Fui mi propia versión de Roderick Random un mes seguido. Leía con avidez los escasos volúmenes de viajes y expediciones -no recuerdo exactamente cuáles- que había en las estanterías; y, durante muchos días, recuerdo haber recorrido mi zona secreta de la casa armado con la pieza central de un viejo juego de hormas de zapatos, creyéndome la encarnación más perfecta del capitán Mengano, de la Armada Real Británica, en peligro de ser atacado por una tribu de salvajes y decidido a vender bien cara su vida. El capitán jamás perdía su dignidad, aunque le golpearan las orejas con una gramática latina. Yo sí; pero el capitán era un capitán y un héroe a pesar de todas las gramáticas de todas las lenguas del mundo, vivas o muertas.
Y ése fue mi único y constante consuelo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario