sábado, 31 de agosto de 2013

Memoria de mis putas tristes - G. García Márquez

“El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen.”
“No tengo que decirlo, porque se me distingue a leguas: soy feo, tímido y anacrónico. Pero a fuerza de no querer serlo he venido a simular todo lo contrario.”
“[…] visto desde hoy, aquél fue el principio de una nueva vida a una edad en que la mayoría de los mortales están muertos.”
“Nunca hice nada distinto de escribir, pero no tengo vocación ni virtud de narrador, ignoro por completo las leyes de la composición dramática, y si me he embarcado en esta empresa es porque confío en la luz de lo mucho que he leído en la vida.”
“Cicerón lo ilustró de una plumada: No hay un anciano que olvide dónde escondió su tesoro.”
“Nunca me he acostado con una mujer sin pagarle, y a las pocas que no eran del oficio las convencí por la razón o por la fuerza de que recibieran la plata aunque fuera para botarla en la basura.”
“La única relación extraña fue la que mantuve durante años con la fiel Damiana. Era casi una niña, aindiada, fuerte y montaraz, de palabras breves y terminantes, que se movía descalza para no disturbarme mientras escribía. Recuerdo que yo estaba leyendo La lozana andaluza en la hamaca del corredor, y la vi por casualidad inclinada en el lavadero con una pollera tan corta que dejaba al descubierto sus corvas suculentas. Presa de una fiebre irresistible, se la levanté por detrás, le bajé las mutandas hasta las rodillas y la embestí en reversa. Ay, señor, dijo ella, con un quejido lúgubre, eso no se hizo para entrar sino para salir. Un temblor profundo le estremeció el cuerpo, pero se mantuvo firme. Humillado por haberla humillado quise pagarle el doble de lo que costaban las más caras de entonces, pero no aceptó ni un ochavo, y tuve que aumentarle el sueldo con el cálculo de una monta al mes, siempre mientras lavaba la ropa y siempre en sentido contrario.”
“Por esa vía, cómo no, descubrí también que mi celibato inconsolable o atribuían a una pederastia nocturna que se saciaba con los niños huérfanos de la calle del Crimen. He tenido la fortuna de olvidarlo, entre otras buenas razones porque también conocí lo bueno que se decía de mí, y lo aprecié en lo que valía. “
“Yo caminaba ansioso de que me tragara la tierra dentro de mi atuendo de filipichín, pero nadie se fijó en mí, salvo un mulato escuálido que dormitaba en el portón de una casa de vecindad.
- Adiós, doctor- me gritó con todo el corazón-, ¡feliz polvo!
¿Qué podía hacer sino darle las gracias? Tuve que detenerme por tres veces para recobrar el respiro antes de alcanzar la última cuesta. Desde allí vi la enorme luna de cobre que se alzaba en el horizonte, y una urgencia imprevista del vientre me hizo temer por mi destino, pero pasó de largo. Al final de la calle, donde el barrio se convertía en un bosque de árboles frutales, entré en la tienda de Rosa Cabarcas.”
“Hasta donde me acuerdo tenías una tranca de galeote, me dijo. ¿Cómo se porta? Me escapé por la tangente: Lo único distinto desde que no nos vemos es que a veces me arde el culo.”
“No había escapatoria. Entré en el cuarto con el corazón desquiciado, y vi a la niña dormida, desnuda y desamparada en la enorme cama de alquiler, como la parió su madre. Yacía de medio lado, de cara a la puerta, alumbrada desde el plafondo por una luz intensa que no perdonaba detalle. Me senté a contemplarla desde el borde de la cama con un hechizo de los cinco sentidos. Era morena y tibia. La habían sometido a un régimen de higiene y embellecimiento que no descuidó ni el vello incipiente del pubis.”
“Me desvestí y dispuse las piezas como mejor pude en el perchero para no dañar la seda de la camisa y el planchado del lino. Oriné en el inodoro de cadena, sentado y como me enseñó desde niño Florina de Dios para que no se mojara los bordes de la bacinilla, y todavía, modestia aparte, con un chorro inmediato y continuo de potrocerrero.”
“Delgadina, alma mía, le suplique ansioso. Delgadina. Ella lanzó un gemido lúgubre, escapó de mis muslos, me dio la espalda y se enroscó como un caracol en su concha. La pócima de valeriana debió ser tan eficaz para mí como para ella, porque nada pasó, ni a ella ni a nadie. Pero no me importo. Me pregunté de qué servía despertarla, humillado y triste como me sentía, y frío como un lebranche.”
“Aquella noche descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor.”
“Hice mi deposición puntual todavía con los ardores de la luna llena, y cuando solté la cadena del agua sentí que mis rencores del pasado se fueron por los albañales. Cuando volví fresco y vestido al dormitorio, la niña dormía bocarriba a la luz conciliadora del amanecer, atravesada de lado a lado de la cama, con los brazos abiertos en cruz y dueña absoluta de su virginidad. Que Dios te la guarde, le dije. Toda la plata que me quedaba, la suya y la mía, se la puse en la almohada, y me despedí por siempre jamás con un beso en la frente. La casa, como todo burdel al amanecer, era lo más cercano al paraíso. Salí por el portón del huerto para no encontrarme con nadie. Bajo el sol abrasante de la calle empecé a sentir el peso de mis noventa años, y a contar minuto a minuto los minutos de las noches que me hacían falta para morir.”
“[…] y el diccionario de latín, que por ser la madre de las otras dos lo considero mi lengua natal.”
“No pude dormir por el presagio de algo irremediable. Desde la madrugada empecé a contar el paso de las horas en el reloj de la catedral, hasta las siete campanadas temibles con que debía estar en la iglesia. El timbre del teléfono empezó a las ocho; largo, tenaz, impredecible, durante más de una hora. No sólo no contesté: no respiré. Poco antes de la diez llamaron a la puerta, primero con el puño, y luego con gritos de voces conocidas y abominadas. Temía que la derribaran por algún percance grave, pero hacia las once la casa quedó en el silencio erizado que sucede a las grandes catástrofes. Entonces lloré por ella y por mí, y recé de todo corazón para no encontrarme con ella nunca más en mis días. Algún santo me oyó a medias, pues Ximena Ortiz se fue del país esa misma noche y no volvió hasta unos veinte años después, bien casada y con los siete hijos que pudieron ser míos.”
“A quien me lo pregunta, le contesto siempre con la verdad: las putas no me dejaron tiempo para ser casado.”
“Dígame una cosa, Damiana: ¿de qué se acuerda? No estaba acordándome de nada, dijo ello, pero su pregunta me lo recuerda. Sentí una opresión en el pecho. Nunca me he enamorado, le dije. Ella replicó en el acto: Yo sí. Y terminó sin interrumpir su oficio: Lloré veintidós años por usted. El corazón me dio un salto. Buscando una salida digna, le dije Hubiéramos sido una buena yunta. Pues hace mal en decírmelo ahora, dijo ella, porque ya no me sirve ni de consuelo. Cuando salía de la casa, me dijo del modo más natural: Usted no me creerá, pero sigo siendo virgen, a dios gracias.
“Poco después descubrí que me había dejado floreros de rosas rojas por toda la casa, y una tarjeta en la almohada: Le deseo que llegue a los sien.”
“Cuando dieron las siete en la catedral, había una estrella sola y límpida en el cielo de color de rosas, un buque lanzó un adiós desconsolado y sentí en la garganta el nudo gordiano de todos los amores que pudieron ser y no fueron. No soporté más. Descolgué el teléfono con el corazón en la boca, marqué los cuatro números muy despacio para no equivocarme, y al tercer timbrazo reconocí la voz. Bueno, mujer, le dije con un suspiro de alivio: Perdóname el berrinche de esta mañana […]”
“Nunca olvidé su mirada sombría mientras desayunábamos: ¿Por qué me conociste tan viejo? Le contesté la verdad: La edad no es la que uno tiene sino la que uno siente.”
“Hay un cuadro en la pared de enfrente, le dije. Lo pintó Figurita, un hombre a quien quisimos mucho, el mejor bailarín de burdeles que existió jamás, y de tan buen corazón que le tenía lástima al diablo. Lo pintó con barniz de buques en el lienzo chamuscado de un avión que se estrelló en la Sierra Nevada de Santa Marta y con pinceles fabricados por él con pelos de su perro. La mujer pintada es una monja que secuestró de un convento y se casó con ella. Aquí lo dejo, para que sea lo primero que veas al despertar.”
“Descubrí que mi obsesión de que cada cosa estuviera en su puesto, cada asunto en su tiempo, cada palabra en su estilo, no era el premio merecido de una mente en orden, sino al contrario, todo un sistema de simulación inventado por mí para ocultar el desorden de mi naturaleza. Descubrí que no soy disciplinado por virtud, sino como reacción contra mi negligencia; que parezco generoso por encubrir mi mezquindad, que me paso de prudente por mal pensado, que soy conciliador para no sucumbir a mis cóleras reprimidas, que sólo soy puntual para que no se sepa cuán poco me importa el tiempo ajeno. Descubrí, en fin, que el amor no es un estado del alma sino un signo del zodíaco.
Me volví otro. Traté de releer los clásicos que me orientaron en la adolescencia, y no pude con ellos. Me sumergí en las letras románticas que repudié cuando mi madre quiso imponérmelas con mano dura, y por ellas tomé conciencia de que la fuerza invencible que ha impulsado el mundo no son los amores felices sino los contrariados.”
“Obnubilado por la evocación inclemente de Delgadina dormida, cambié sin la menor malicia el espíritu de mis notas dominicales. Fuera cual fuera el asunto las escribía para ella, las reía y las lloraba para ella, y en cada palabra se me iba la vida.”
“Le salí al paso: El sexo es el consuelo que uno tiene cuando no le alcanza el amor.”
“Antes de volver a casa al día siguiente escribí en el espejo con el lápiz de labios: Niña mía, estamos solos en el mundo.”
“Empecé a leerle El principito de Saint-Exupéry, una utor francés que el mundo entero admira más que los franceses. Fue el primero que la entretuvo sin despertarla, hasta el punto que tuve que ir dos días continuos para acabar de leérselo. Seguimos con los Cuentos de Perrault, La historia sagrada, Las mil y una noches en una versión desinfectada para niños, y por las diferencias entre uno y otro me di cuenta de que su sueño tenía diversos grados de profundidad según su interés por las lecturas. Cuando sentía que había tocado fondo, apagaba la luz y me dormía abrazado a ella hasta que cantaban los gallos.”
“Me pregunté asombrado: ¿Qué piensa una mujer mientras pega un botón? ¿Pensaba en mí? ¿También ella buscaba a Rosa Cabarcas para dar conmigo?”
“Siempre había entendido que morirse de amor no era más que una licencia poética. Aquella tarde, de regreso a casa otra vez sin el gato y sin ella, comprobé que no sólo era posible morirse, sino que yo mismo, viejo y sin nadie, estaba muriéndome de amor. Pero también me di cuenta de que era válida la verdad contraria: no habría cambiado por nada del mundo las delicias de mi pesadumbre.”
“A las diez de la noche, tembloroso y con los labios mordidos para no llorar, fui cargado de cajas de chocolates suizos, turrones y caramelos, y una canasta de rosas ardientes para cubrir la cama. La puerta estaba entreabierta, las luces encendidas y en el radie se diluía a medio volumen la sonata número uno para violín y piano de Brahms. Delgadina en la cama estaba tan radiante y distinta que me costó trabajo reconocerla. Había crecido, pero no se le notaba en la estatura sino en una madurez intensa que la hacía parecer con dos o tres años más, y más desnuda que nunca. Sus pómulos altos, la piel tostada por soles de mar bravo, los labios finos y el cabello corto y rizado le infundían a su rostro el resplandor andrógino del Apolo de Praxíteles. Pero no había equívoco posible, porque sus senos habían crecido hasta el punto de que no me cabían en la mano, sus caderas se habían acabado de formar y sus huesos se habían vuelto más firmes y armónicos. Me encantaron aquellos aciertos de la naturaleza, pero me aturdieron los artificios: las pestañas postizas, las uñas de las manos y los pies esmaltadas de nácar, y un perfume de a dos cuartillos que no tenía nada que ver con el amor. Sin embargo, lo que me sacó de quicio fue la fortuna que llevaba encima: pendientes de oro con gajos de esmeraldas, un collar de perlas naturales, una pulsera de oro con resplandores de diamantes, y anillos con piedras legítimas en todos los dedos. En la silla estaba su traje de nochera con lentejuelas y bordados, y las zapatillas de raso. Un vapor raro me subió de las entrañas.
- ¡Puta! – grité.
Pues el diablo me sopló en el oído un pensamiento siniestro. Y fue así: la noche del crimen Rosa Cabarcas no debió tener tiempo ni serenidad para prevenir a la niña, y la policía la encontró en el cuarto, sola, menos de edad y sin coartada. Nadie igual a Rosa Cabarcas para una situación como aquélla: le vendió la virginidad de la niña a alguno de sus grandes cacaos a cambio de que a ella la sacaran limpia del crimen. Lo primero, claro, fue desaparecer mientras se aplacaba el escándalo. ¡Qué maravilla! Una luna de miel para tres, ellos dos en la cama, y Rosa Cabarcas en una terraza de lujo disfrutando de su impunidad feliz. Ciego de una furia insensata, fui reventando contra las paredes cada cosa del cuarto: las lámparas, el radio, el ventilador, los espejos, las jarras, los vasos. Lo hice sin prisa, pero sin pausas, con un grande estropicio y una embriaguez metódica que me salvó la vida. La niña dio un salto al primer estallido, pero no me miró, sino que se enroscó de espaldas a mí, y así permaneció con espasmos entrecortados hasta que cesó el estropicio. Las gallinas en el patio y los perros de la madrugada aumentaron el escándalo. Con la cegadora lucidez de la cólera tuve la inspiración final de prenderle fuego a la casa, cuando apareció en la puerta la figura impasible de Rosa Cabarcas en camisa de dormir. No dijo nada. Hizo con la vista el inventario del desastre y comprobó que la niña estaba enroscada sobre sí misma como un caracol y con la cabeza escondida entre los brazos: aterrada pero intacta.
- ¡Dios mío!- exclamó Rosa Cabarcas-. ¡Qué no hubiera dado yo por un amor como éste!
Me midió de cuerpo entero con una mirada de misericordia, y me ordenó: Vamos. Le seguí hasta la casa, me sirvió un vaso de agua en silencio, me hizo una seña de que me sentara frente a ella, y me puso en confesión. Bueno, me dijo, ahora pórtate como un adulto y cuéntame: ¿qué te pasa?
Le conté con lo que tenía como mi verdad revelada. Rosa Cabarcas me escuchó en silencio, sin asombro, y por fin pareció iluminada. Qué maravilla, dijo. Siempre he dicho que los celos saben más que la verdad. Y entonces me contó la realidad sin reservas. Em efecto, dijo, en su ofuscación de la noche del crimen, se había olvidado de la niña dormida en el cuarto. Uno de sus clientes, abogado del muerto, además, repartió prebendas y sobornos a cuatro manos, e invitó a Rosa Cabarcas a un hotel de reposo a Cartagena de las Indias, mientras se disipaba el escándalo. Créeme, dijo Rosa Cabarcas, que en todo este tiempo no dejé de pensar ni un momento en ti y en la niña. Volví antier y lo primero que hice fue llamarte por teléfono, pero nadie contestó. En cambio la niña vino enseguida, y en tan mal estado que te la bañé, te la vestí y te la mandé al salón de belleza con la orden de que la arreglaran como una reina. Ya viste cómo: perfecta. ¿La ropa de lujo? Son los trajes que es alquilo a mis pupilas más pobres cuando tienen que ir a bailar con sus clientes. ¿Las joyas? Son las mías, dijo: Basta con tocarlas para darse cuenta de que son diamantes de vidrio y estoperoles de hojalata. De modo que no jodas, concluyó: Anda, despiértala, pídele perdón, y hazte cargo de ella de una vez. Nadie merece ser más feliz que ustedes.
Hice un esfuerzo sobrenatural para creerle, pero pudo más el amor que la razón. ¡Putas!, le dije, atormentado por el fuego vivo que me abrasaba las entrañas. ¡Eso es lo que son ustedes!, grité: ¡Putas de mierda! No quiero saber nada más de ti, ni de ella. Le hice desde la puerta una señal de adiós para siempre. Rosa Cabarcas no lo dudó.
- Vete con Dios- me dijo con un rictus de tristeza, y volvió a su vida real-. De todos modos te pasaré la cuenta del desmadre que me hiciste en el cuarto.”

“Leyendo Los idus de marzo encontré una frase siniestra que el autor atribuye a Julio César: Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es. No pude comprobar su verdadero origen en la propia obra de Julio César ni en las obras de sus biógrafos, desde Suetonio hasta Carcopino, pero valió la pena conocerla. Su fatalismo aplicado al curso de mi vida en los meses siguientes fue lo que me dio la determinación que me hacía falta no sólo para escribir esta memoria, sino para empezarla sin pudores con el amor de Delgadina.”
“[…] Ella me oyó el desahogo como si estuviera viviéndolo, lo rumió muy despacio, y por fin sonrió.
- Haz lo que quieras, pero no pierdas a esa criatura- me dijo-. No hay peor desgracia que morir solo.

[…]
Hoy miro para atrás, veo la fila de miles de hombres que pasaron por mis camas, y daría el alma por haberme quedado aunque fuera con el peor. Gracias a Dios, encontré a mi chino a tiempo. Es como estar casada con el dedo meñique, pero es sólo mío.
Me miró a los ojos, midió mi reacción a lo que acababa de contarme, y me dijo: Así que vete a buscar ahora mismo a esa pobre criatura aunque sea verdad lo que te dicen los celos, sea como sea, que lo bailado no te lo quita nadie. Pero eso sí, sin romanticismos de abuelo. Despiértala, tíratela hasta por las orejas con esa pinga de burro con que te premió el diablo por tu cobardía y tu mezquindad. En serio, terminó con el alma: no te vayas a morir sin probar la maravilla de tirar con amor.”
“Cuando por fin logré abrirme camino empapado de sudor a través de los abrazos y las fotos, en encontré de manos a boca con Ximena Ortiz, como una diosa de cien años en la silla de ruedas. […] He soñado durante años con este momento, le dije. Ella no pareció entender. ¡No me digas!, dijo. ¿Y tú quién eres? No supe nunca si en verdad lo había olvidado o si fue la venganza final de su vida.”
“- Ay mi sabio triste, está bien que estés viejo, pero no pendejo- dijo Rosa Cabarcas muerta de risa-. Esa pobre criatura está lela de amor por ti.”

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