viernes, 6 de julio de 2012

Desdén

El desdén con el que Marcos miraba por la ventanilla del coche de su progenitor fascinaba por la pasividad que cualquiera de los viajeros de los demás automóviles que circulaban por la misma carretera, pero en el carril contiguo, podían interceptar. Marcos pensaba que en cualquier momento los conductores de los coches se permutarían por rostros de seres tarados y deformes que lo mirarían fijamente e incluso, probablemente, lo señalarían con el dedo índice de la mano diestra. - Desafortunadamente, nunca pasará – se dijo, para sus adentros, como siempre, el infeliz Marcos. Luego volvió a cercar con su mirada a los viajeros, imaginando en qué se basaría la vida de cada uno de ellos. Cuando llegó al destino de su progenitor, salió del coche como quien sale de la ducha un frío día de invierno. Puso sus manos dentro de los bolsillos y se puso a caminar por detrás de sus progenitores. - Marcos, recórtate esas barbas ya, que te asemejas a un mendigo - lo instó su abuela. - Ya me afeitaré, Mercedes – respondió Marcos a sabiendas de que sus barbas eran tan sagradas como el mismo talón de Aquiles. Pasaron los cuatro al comedor y se sentaron como siempre, los asientos parecían estar telemáticamente asignados: La abuela Mercedes presidiendo la mesa, con su silla forrada por dos cojines; el padre de Marcos al lado de su madre, y la madre de Marcos al lado del padre de éste. Marcos, en cambio, se sentaba en uno de los butacones de cuero que antaño servían de asiento a su abuelo, a quien llegó a conocer de milagro. Las conversaciones superfluas de cada domingo sobre la locura del cambio climático, el malestar social y demás volvieron a aflorar de una forma que Marcos sólo podía atribuirles el calificativo de “banales”. Después, cuando su abuela lo instó a tomar unos pasteles de boniato, Marcos, con la menos fingida de su repertorio de sonrisas fingidas, le respondió: “Dispénseme, Mercedes, mas no tengo apetito, hace nada que comí”. Sentencia que, como él ya sabía, su abuela ignoraría y volvería a insistirle en el hecho de que ingiriese esos manjares, los cuales eran, según describía la abuela, pura ambrosía. Marcos, que en el fondo deseaba comerlos, se comió dos. Cada vez que los comía, prácticamente todos los domingos, exceptuando aquellos en los que los exámenes no le permitían salir de casa, ni para visitar a su abuela Mercedes, entendía mejor el fragmento de la magdalena de Proust. La banalidad de las conversaciones lo enloquecían, pero, por suerte, no había prácticamente apelaciones referidas a él mismo. Así que miraba el viejo reloj de cuco a ver si pasaba la hora rutinaria de visita semanal con el mismo desdén con el que miraba a los automóviles de la carretera cuando la velocidad lo hacía evadirse casi de la misma manera que lo hacían los psicótropos las escasas ocasiones en las que recurría a ellos. También el reloj de cuco lo evocaba en un tiempo pretérito el cual no se dignaba nunca a describir porque pensaba que ya no tendría ningún valor después de conocer la historia de À la recherche du temps perdu. La hora pasó, pero parecía ser que esta vez se retrasaría un poco la visita, pues Mercedes aún estaba quejándose de unas placas que tendría que hacerse en dos semanas. Pasaron unos ocho minutos y se dispusieron a partir de nuevo a casa. - Dejadme en casa de Daniel, por favor- pidió Marcos a sus progenitores. - Pero llega antes de las diez, luego, si quieres, ya sales – respondió su madre. - Sí – dijo Marcos. Y se volvió a evadir del mundo gracias a una ventanilla de coche con manivela. Y volvió también a entristecer por el hecho de la monotonía de sus días. En veinte minutos ya estaba en casa de Daniel. Llamó al timbre y, ¡ay! Qué feliz haría al desdichado Marcos ver a la hermana pequeña de Daniel. Tenía diecisiete años, cinco menos que su hermano Daniel, y ya leía incansablemente a Kafka y a la “generación perdida”. Tenía los ojos marrones y el pelo castaño. Era de piel blanca y no destacaba por ser guapa. Era todo lo que Marcos hubiese soñado encontrar en cualquier momento. A veces, cuando esperaba a que Daniel llegase de su academia, charlaba con ella y le encomendaba cinco euros de material. Ella le decía siempre que volviese el día siguiente y se lo daría. Se llamaba Águeda y estaba enamorada de Marcos. Marcos lo sabía. Ninguno de los dos quería nada con el otro en ese momento. Eso complacía demasiado a ambos. Era un contrato no verbal de cara a un futuro no próximo que se había sellado sin palabras, sólo con miradas. Subió los cuatro pisos a pie, más que nada porque era la única forma posible de llegar hasta allí – él no era un buen trepador - . - Hola Marcos, pasa, te ha estado esperando toda la tarde – sonrió y musitó de memoria – o de corazón, pues era francesa la madre de Daniel. - Parfait – respondió, también de memoria, o de corazón – pues era un gran galófilo, Marcos. Llegó hasta la habitación de su compañero y entró sin llamar. - Hola – inició Marcos. - Hola – respondió Daniel. - ¿Tirano Banderas? - El ruedo ibérico, Tirano me lo terminé anoche cuando llegué. - ¿Esperpéntico? - Cómo no, si no apruebo a Valle será para matarme. - ¿Luego saldrás? - ¿Qué tú tienes que cenar en casa? - Sí. - Bueno, pues ya acudiré yo antes. - De acuerdo. - ¿Has hablado con ella? - Sí. - ¿Y? - No sé. Mal. O bien. Eso nunca se sabe. - ¿Se irá? - Sí, pero dice que a lo mejor sólo son tres meses. - Pero tres meses es mucho. En tres meses puede haberse acostado con más de diez tíos. ¿Por qué no vas esta noche, le pides perdón, y le confiesas que sí que la quieres? - Porque ni lo siento ni la quiero. - Pero Minerva es buena para ti, te gusta un poco y… - No quiero mentir ni hacerle daño. - A lo mejor te enamoras de ella. - No hablemos de esto – eludió la conversación Marcos. - Necesito tres motivos para que no te convenza de ir tras ella. - ¿Tres? - Tres. Número relacionado con la magia y con la religión judía – dijo con tono pedante Daniel. Y fue en ese momento cuando Marcos no miró con su desdén carismático, salió decidido de la habitación de su compinche, buscó entre las estanterías del pasillo de Daniel, escogió un libro de tapadora verde, ojeó sus páginas y volvió precipitado hasta la habitación de Daniel, donde Marcos era esperado por la perplejidad de su amigo. - Sí que eran tres puertas las que conducían a la habitación de Gregor Samsa – dijo, orgulloso, Marcos. - No la busques nunca. Ella no es para ti. No entiendo lo que significa La metamorfosis. Y Marcos volvió a poner su mirada de desdén. No obstante, él sabía que no duraría para siempre esa mirada y, podría ser, que se le fuera entre las sábanas de una de las habitaciones de esa morada.

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