jueves, 26 de julio de 2012

Tiendas de campaña

Jordi Castillo no tenía amigos en la escuela primaria. Su madre lo llevaba siempre a regañadientes. Él a veces lloraba. De los sofocones que se llevaba llorando, a veces, incluso, llegaba a vomitar. Él se alegraba de vomitar, pues una vez, gracias a eso, no fue al colegio. Pero las veces posteriores sí que lo llevaron a pesar de eso. Su madre se inquietaba pues no sabía por qué motivo Jordi odiaba la escuela. Lo hablaba con su tutora, y la única conclusión a la que se llegaba era que no se integraba. Pensaban tanto los pedagogos del centro como la tutora de Jordi que la culpa no era de los demás niños, sino que era del propio Jordi, que nunca intentaba interactuar con ninguno de los demás niños. Mientras que en los recreos todos los niños de su clase jugaban al fútbol, con canicas o a la peonza, Jordi se sentaba en un rincón de las escaleras, sacaba su carpeta y empezaba a hacer los deberes, pero no sólo los que le habían mandado, él hacía todos los folios que podía de su cuadernillo. De hecho, el primer trimestre ya había terminado todo el cuaderno. La tutora creía que tenía un talento especial, que de mayor Jordi sería un excéntrico y un antisocial. Jordi se entretenía en cualquier cosa que no fuese interactuar con los demás niños. Pero no porque los menospreciara, ni mucho menos. Jordi, en sus adentros, pensaba que sus compañeros de clase eran superiores a él, y por eso podían permitirse el lujo de jugar, mientras que él, como nunca se atrevía a hablar con nadie, simplemente haría lo que su madre le decía siempre: “Pórtate bien y haz los deberes”. No quería ir al colegio porque sus compañeros, después de ver que en los dos meses de clases seguía sin hablarles se decantaron por burlarse de él con la finalidad de ver si así conseguían algún tipo de respuesta de Jordi. Pero ese intento fracasó, pues Jordi, cuando oía que lo llamaban “mariquita” o “tonto” se callaba, hacía oídos sordos y cuando llegaba a casa, se encerraba en el baño y lloraba. A veces, cuando no lo podía soportar más, se iba al baño del colegio, cerraba el pestiño y se sacaba de su mochila a su mejor amigo, su osito Teddy (llamado así porque amaba una serie de animación muda donde el protagonista, un señor tan diferente al resto del mundo como él, tenía un osito de peluche al que llevaba a todos sitios) y le contaba en voz muy bajita, para no poder ser escuchado, los sucesos del día e imaginaba respuestas de Teddy para consolarse a él mismo. Sus calificaciones eran brillantes, aunque en clase no atendía a la maestra, en su casa releía lo que se había explicado y con una única leída le bastaba para obtener un nuevo diez. Su familia le felicitaba por sus dieces. Jordi no quería que lo felicitasen, a él no le parecía nada que mereciese una recompensa. No le gustaban los regalos, le aburrían los juegos de coches o los trenes eléctricos. Su madre se desquiciaba al ver que su hijo era el hijo más bizarro que hubiese pensado. Jordi, como por las tardes solía sentarse en la mesa a dibujar o a escribir historias fantásticas, a veces veía a su madre hablar por teléfono con una señora que no sabía quién era. La madre de Jordi pensaba que Jordi no la oía, pero sí que la oía. Solía decirle que Jordi no quería ir al parque nunca, y que cuando lo llevaba, se quedaba parado y, como mucho, con las piedrecitas que hallaba por el suelo construía figuras geométricas. Otras veces su madre también le contaba a esa señora por teléfono que a Jordi no le gustaba ver la tele, sólo veía “Mr Bean”. Jordi, aún ahora, que sigue recordando estas cosas, no entiende el porqué le causaba tal hastío a su madre el hecho de que fuese un niño especial que no se divertía con lo que todos los niños solían divertirse. Cuando llegó a cuarto de primaria y le dijo a su madre: “No quiero tomar la comunión y no me importa que todos los niños de mi clase la tomen, a mí me aburren las misas y no son importantes para mí”, ésta se alborotó tanto que se largó a su habitación llorando y exclamando que su hijo era un satánico. En esos momentos Jordi no sabía lo que era un satánico, pero no le parecía que fuese nada malo. Al decidir él por voluntad propia no consagrarse y al no poder conseguirlo su madre por ningún medio ni con ningún soborno, en el colegio regido por una orden religiosa en el cual Jordi estudiaba decidieron que no podría seguir allí sus estudios bajo la excusa de que sólo los niños consagrados podrían estudiar allí. Pero Jordi sabía que eso era mentira, pues su compañero vietnamita no se consagraría y nadie haría nada para que lo hiciese. El verdadero motivo por el cual echaron a Jordi era por su ingenio, que abundaba y sobresalía del resto con una inminente diferencia. Además, su inteligencia estaba más que desarrollado para su edad, a veces debatía principios morales sin él saber lo que estaba haciendo. Desconfiaba de la iglesia y del orden estatal. Eso no se podía permitir a su edad. El colegio sólo necesitaba una pequeña excusa para echarlo, y ahora la tenían. A la madre de Jordi le entró un ataque de ansiedad. Ahora lo tendría que llevar a un colegio público, y eso ella no lo quería, creía que su “status quo” descendería, una familia de una clase acomodada nunca debe llevar a sus hijos a colegios públicos donde se puedan relacionar con la prole, y con niñas de barrios bajos. Pero no tenía otro remedio, pues los otros privados ya tenían las plazas completas y porque Jordi lloraba cada vez que su madre le hablaba de algún centro que también estuviese relacionado con la iglesia. La semana siguiente Jordi acudió a las clases de un colegio público. Se sentó como siempre en la última fila y se sintió más observado que nunca. Sus compañeros no llevaban camisas de botones, ni pantalones de tela, ni zapatos de cuero. En las miradas de sus compañeros percibía miedo, pero no odio ni envidia. Sólo miedo. Después se fijo en que por primera vez, había también niñas en su clase. Jordi nunca había hablado con una niña y no tenía claro si se comportaban como sus anteriores compañeros. En su colegio de antes no podían estudiar las chicas, y en el parque, las pocas veces que había ido, no recordaba qué hacían éstas. Algunas le parecían guapas, le gustaba mirar el cabello de las niñas y pensar en cómo estaría él con un pelo tan largo. Cuando terminaron las clases, bajó al recreo. Allí tampoco se relacionaba con nadie. Pero se entretenía como siempre, solo. En una ocasión una niña con los vaqueros rotos se le acercó en las escaleras. - ¿Cómo te llamas? - Jordi. - Ya lo sabía. - Y, ¿por qué me lo preguntas, si puede saberse? - No sé. Yo me llamo Julia. ¿Me podrías dar un poco de tu almuerzo? - Sí, toma, no como mucho. Acábatelo. - Gracias. ¿Qué estás haciendo? - Escribo. - ¿Tenemos deberes? - No. Escribo porque me gusta. - A mí también me gustaría hacer cosas de mayores, como tú. - No son cosas de mayores. Cualquiera puede escribir. - ¿Cómo se titula? - Nunca pongo títulos, creo que los títulos acondicionan al lector, y eso no me gusta. - No te entiendo. - No importa. Pasaron los cursos y terminó Jordi sus estudios primarios. Había progresado un poco y se podía relacionar con algunas de las chicas de clase. Su madre ya se había adaptado a la personalidad de su hijo y respetaba su opinión de seguir estudiando en un instituto público. Al menos, se decía su madre, ya no llora cuando llega a casa. - Joan, nuestro hijo nos ha salido un rebelde, un antisistema, un satánico. - No exageres, no será para tanto. - Sí, lo sabes. - Eso ya se le pasará. - Tú nunca le haces caso. - Eras tú quien quería tener hijos. Cuando Jordi estaba en el tercer curso de sus estudios secundarios, descubrió que mientras que todos sus compañeros hablaban de sus impulsos sexuales, él no sabía qué decir porque no los sentía. A veces, cuando ya tenía un grupo de amigos estable y le preguntaban por sus preferencias sexuales, él respondía con monosílabos o con afirmaciones confusas. Elidía esos temas pues no le causaban el más mínimo interés. A veces, sus amigos iban a casa de Jordi a ver alguna película, o a jugar a algún juego del ordenador. A Jordi no le entretenían demasiado los juegos del ordenador, pero las películas sí que solían gustarle. Le apasionaría ser director de cine, porque así mezclaría dos de sus pasiones: la literatura y el arte de las imágenes. - Joan, el niño nos llena la casa de perroflautas. ¿Has visto? Casi todos son de clase baja, y como no tienen dinero para ordenadores se aprovechan de nuestro niño. ¿y has visto a aquél, que lleva un pendiente y una rasta? - No querías que hiciera amigos, ahí los tienes. Jordi fue creciendo, acabó la secundaria y empezó el bachillerato. Seguía quedando con sus amigos y haciendo las cosas que más le podrían molestar a su familia: ir a manifestaciones contra el gobierno, por la defensa de la lengua, en contra del maltrato animal, y, la que más fastidió a su familia y más rebelde lo hizo sentir, por la legalización de los cannabis. - Joan, ¡que nuestro niño es también uno de esos raritos anarquistas! - Eso es la edad, mujer, no te alarmes, ahora está eso de moda, dentro de unos meses será la moda el ser de la alta sociedad. No te alteres. Además, sigue no bajando del excelente y se comporta bien en casa. No lo juzgues por eso. Una tarde, Jordi hallábase en la biblioteca de su liceo, intentando componer una poesía basada en el “beatus ille” horaciano. Un chico de un curso más que él se sentó a su lado. Jordi lo miró pero no le preguntó nada y volvió a concentrarse en lo suyo. - ¿Qué escribes? - Algo de lírica. - ¿Por gusto? - Sí. - Te admiro. Yo por gusto nunca he pasado de la narrativa. - ¿Te gusta la literatura? - La amo, estudio humanidades. - Yo también – sonrió, por fin, Jordi. - Irás a primero, ¿no? - Sí. Nunca te había visto por estos lares. - Lo sé, suelo esconderme del mundo, no soy muy querido. - Bueno, a lo mejor el mundo no te merece a ti – sonrió amistosamente Jordi. - En fin, ¿te sales y nos hacemos un cigarrito aliñado? - ¿Cómo sabes que yo fumo…? - Sé quiénes son tus amigos. Eso se sabe. Además, sé que comentan que llegaste como el más pijo de todos y que poco a poco te fuiste haciendo algo anarquista. - Bueno, cuando era pequeño me vestía mi madre, y ahora me visto yo. Eso es todo. - Claro, claro. Salieron de la biblioteca y se ocultaron en la parte trasera del instituto, donde todos acostumbraban a fumar. El chico que se había acercado a Jordi sacó de su bolsillo una bolsita hermética llena de hierba y le pidió un cigarro a Jordi. - Sólo tengo de liar, ¿te sirve? - Sí, ve preparándome cartón. Se fumaron todo el cigarrillo aliñado mientras conversaban de cosas triviales. - Me alegro de haberte conocido. No abundan por aquí los amantes de la literatura, ni los fervorosos seguidores de los clásicos. Eres de los poco que junto a mí se habrán leído Eneida, Odisea e Ilíada. - Cierto, cierto, yo también me alegro mucho. Por cierto, ¿te llamas Jordi? - Oh, craso error, no habernos presentado antes. Sí, soy Jordi, ¿y tú? - Carles, me llamo Carles. Y así se selló una amistad entre ellos. Esa misma noche, pues era viernes, Jordi había quedado con su grupo de amigos para jugar al truc en el antro donde solían reunirse. Jordi les comentó a quién había conocido y lo bien que se habían llevado. Entonces todos sus amigos empezaron a reír a carcajadas. - ¿De qué os reís?- preguntó inquieto Jordi. - ¡De que te has hecho amigo del parguela! - ¿Parguela? ¿Queréis decir que Carles es homosexual? - ¡Claro! Lo sabe todo el mundo, por eso no está nunca en el instituto, porque todos se meten con él. - Bueno, y vosotros, tan modernos y tolerantes, ¿qué hacéis ahora? También os estáis riendo de él… - No nos reímos de que sea gay, nos reímos de que ha intentado ligar contigo, aunque a lo mejor a ti te va eso, que nunca nos cuentas nada de las chicas a las que te cepillas – respondió uno de sus amigos, con un tono entre irónico y burlón. Acto seguido, irritado, Jordi se largó del antro y se dirigió hasta la zona de detrás del instituto. Sabía que no habría nadie. Efectivamente, estaba solo. Se fumó un pitillo y regresó a su casa. Sus padres ya estaban durmiendo, así que se preparó un vaso de leche y luego, se acostó. Le irritaba el hecho de que sus amigos, quienes lo habían introducido en unos ideales marcados por la igualdad y por la tolerancia, ahora fuesen tan hipócritas como para juzgar la orientación sexual de la gente y atribuyéndoles despectivos como “parguela”. Le costó dormirse, pues ahora había una duda que lo corrompía. Esa duda le surgía por los últimos vocablos de su amigo Quimy: “No nos reímos de que sea gay, nos reímos de que ha intentado ligar contigo, aunque a lo mejor a ti te va eso, que nunca nos cuentas nada de las chicas a las que te cepillas”. ¿Realmente Carles intentaba ligar con él? ¿A caso un homosexual no podía tener amigos de su mismo sexo? A lo mejor Carles sólo quería un poco de compañía, todos se metían con el pobre, sólo por ser homosexual, hasta los más liberales. Pero, ¿por qué había dicho Quimy que él mismo podía ser también homosexual? ¿Sólo porque nunca hablaba de mujeres? En verdad a Jordi las mujeres no le atraían, bueno, a ver, sí, sabía cuando una mujer era guapa, y le gustaba mirar cómo vestían, y sus cabellos, y su personalidad… Sabía que las mujeres con mucho pecho no le gustaban, ni las que se maquillaban mucho, ni las que se hacían las chulas, ni las que llevaban faldas muy cortas… Jordi podría besar sin ningún asco a cualquier chica normal, siempre que fuera simpática y, sobre todo, inteligente. Pero a diferencia de sus compañeros, no sentía ese ardor sensual ni esos deseos psicalípticos, ni su imaginación se desbordaba por los rincones más obscenos de su imaginación. Asexual. Eso. Lo había leído en revistas. Aproximadamente el 1% de la población es asexual, él podría formar parte de ahí. Si no le atraían las chicas no tenían el porqué atraerle los chicos, Puede que no le gustase nada, sólo la amistad con las personas. Sí, seguro que él era asexual. Eso no era malo. No era bueno, pero tampoco era malo. Eso sí, no iba a dejar que por aceptación social dejara de hablar con Carles. Ahora era su amigo y lo trataría como a tal. Entre estos pensamientos se durmió Jordi, intenta convencerse a sí mismo de que, a pesar de que afectivamente se sentía muy a gusto con Carles, la simple idea de practicar la sodomía lo hacía mostrar muecas de disgusto e incluso se decía a sí mismo: “Es imposible, por ahí no me cabe”. En una semana no volvió a ver a Carles en el instituto, y eso que disimuladamente él revisaba todos los rincones del instituto buscándolo con la mirada. Ese tema no volvió a surgir entre el grupo de amigos. Quimy se disculpó y todo siguió con normalidad. Pero Jordi estaba inquieto. ¿Cómo podía desaparecer de tal manera un ser humano? Era imposible. Cuando terminó la clase del viernes, les dijo Jordi a sus amigos que fuesen yendo hacia el antro, que después de merendar ya acudiría él, que tenía que ayudar a su madre con unos papeleos. En realidad, Jordi se refugió en la biblioteca, sacó un libro de Unamuno, empezó a leer, pero no entendía lo que leía. Los nervios lo hacían ahogarse. Levantaba la mirada cada minuto, pero Carles seguía sin aparecer. ¿Por qué estaba haciendo eso el bueno de Jordi? Si él no sentía nada por Carles… Sí, pero, entonces, ¿por qué estaba allí, donde una semana antes lo había conocido? ¿por qué, lejos de vestir con sus camisetas de grupos de música y sus pantalones al estilo hippie ese día precisamente se había puesto unos pantalones vaqueros y un estilo mucho más bohemio, que encajaba a la perfección con el misterioso estilo de Carles? Mientras se hacía Jordi estas cuestiones, entró en la biblioteca Carles. El nerviosismo de Jordi, lejos de ser calmado, se aceleró. Carles parecía no haber divisado a Jordi. ¿Qué podía hacer entonces Jordi? Carles ya se había sentado en otra mesa. Jordi tenía que armarse de valor para decirle algo a Carles. Esperaría quince minutos de cortesía mientras fingía que leía y se acercaría a la mesa, lo saludaría, y le ofrecería salir a fumar. Sí, eso era un buen plan, se decía. Pasaron los quince minutos y Carles seguía anonadado leyendo un libro de tapas rojas. Esperó cinco minutos más y se levantó. Se acercó hacia la mesa donde se hallaba Carles y lo saludó. - ¡Ey!, ¿qué tal la semana? - Bien, bueno, mucho examen y mucho estrés, ¿y tú? No te he visto por aquí… - Bueno, no voy mucho a clase, no me hace falta, puedo estudiar por mi cuenta. - Ajá, ¿quieres, quieres salir y nos fumamos unos cigarros? - Me encantaría, ve saliendo, que tengo que llevarme unos apuntes. - Vale. Salió Jordi maldiciéndose por haberle mirado los ojos a Carles. Le encantaban los ojos de Carles. Se maldijo nuevamente por ello. ¿Pero, y si era homosexual él, que tenía de malo? Esperó cinco minutos que se le hicieron eternos y llegó Carles. Hablaron sobre muchas cosas cultas de las que Jordi no podía hablar con ninguno de sus amigos porque si lo hacía lo llamaban pedante o prepotente. Rieron con anécdotas sobre la escasa organización del liceo. Jordi le preguntó a Carles que qué estudiaría el próximo año, y Carles le respondió que posiblemente “Traducción y mediación interlingüística”. La conversación no se hacía incomoda a pesar de que a veces se producían periodos de silencios. Jordi pensaba que Carles lo invitaría a salir, pero no fue así. Pasaron tres semanas viéndose en esos pequeños ratitos hasta que Carles se decidió a preguntarle si le gustaría quedar esa noche. Jordi, aceptó la propuesta. Habían quedado en ese mismo lugar después de cenar. Carles vivía solo. Le había dicho que podrían fumar en su piso. Jordi no sabía si pensar mal. Seguía sin sentirse atraído por los hombres sexualmente, pero le apetecía muchísimo la compañía de Carles. Ambos llegaron prácticamente a la vez porque se vieron andando cada uno desde una punta de la calle. Los dos se habían cambiado la ropa, pero iban vestidos de manera informal, con pantalones vaqueros y una camiseta de manga corta. Se chocaron la mano y Carles lo guió hasta su casa. Subieron los dos pisos sin ascensor y se sentaron en el salón. - ¿Qué han dicho tus amigos sobre que quedes conmigo? - No saben… - Ah, tranquilo, no importa. Creía que se lo habrías dicho, parecen muy amables. - Sí, bueno… - No estés tan tenso, que no te voy a matar. - Je,je – rió patéticamente Jordi - ¿y, cómo es que vives solo si tienes dieciocho años todavía? - Ah, porque mis padres viven en el interior, y allí hay muy pocos institutos públicos, y los que hay no dan ninguno las asignaturas que yo necesitaba para la carrera, y como tenía mi padre este piso aquí abandonado lo reformó para que viviese aquí. Ellos vienen dos fines de semana al mes. Nos llevamos bien la verdad. - Qué bien, vivir solo… ojalá yo pudiera… - Pero a ti te lo harán todo… - Pero mi madre es insoportable, siempre está disconforme con todo lo que hago. - Imagínate cuando yo les conté lo mío cómo se lo tomaron… - ¿Lo tuyo? ¿Qué quieres decir? - Venga, Jordi, no te hagas el despistado, que es obvio que lo sabes, como todos… - Bueno, lo sé, pero lo sé porque me lo dijeron mis amigos, yo no lo habría notado, hay a quienes se les nota y parecen muy finos pero tú… mejor me callo, que no quiero ofender… - Tranquilo, que no me ofendes, hombre, somos amigos. Podemos hablar de estas cosas. Con el consumo de psicótropos, la conversación fue más fluida, y poco a poco se sinceraron, de manera que como cualquier hado hubiese predicho, la velada finalizó con un beso, que no desconcertó a ninguno de los dos, pues verdaderamente ambas partes conocían ya de sobra que eso acabaría ocurriendo, antes de que el sol saliera. Siguieron quedando algunas semanas, y todo seguía en el orden establecido. Los amigos de Jordi sospechaban lo que sucedía, pero arrepentidos por haber ofendido anteriormente, no mencionaban nada al respecto. Jordi seguía inquieto, temeroso, no sabía por qué, pero sabía que no quería que la cosa pasara a mayores. Seguía sin sentir ninguna tensión sexual, sólo sentía afecto, y no le molestaba tampoco el besarlo, es más, en ocasiones hasta le parecía bucólico y tierno, al fin y al cabo todos necesitan afecto. Por suerte, Carles, consciente de la metamorfosis que se producía en la vida de Jordi, seguía sin ningún tipo de prisa o de presión. Confiaba en que tarde o temprano Jordi sería quien sugiriera algo. Pero tras dos meses de encuentros eso no pasaba, pero, al menos, se consolaba Carles pensando que prácticamente todas las amistades de ambos conocían la relación existente y ninguno de los dos se avergonzaba de ello. Jordi se iba adaptando y se sentía bien. Creía que algún día sería capaz de dar el siguiente paso sin miedos, pero todavía era pronto. En cuanto a sus padres, sabía que su madre se escandalizaría, pero ya estaba acostumbrado a sobrellevar el genio de su madre, por eso ésa era una cuestión que no le preocupaba en absoluto. Durante el estío sus amigos y él se fueron a un festival de rock. Se despidió de Carles y partió con el coche de Xisco hasta el lugar en que tal festival se celebraba. Como en todo buen festival, la droga estaba a la orden del día y la euforia abundaba. Precisamente esa euforia hizo que Jordi se acercase junto a sus amigos a un grupo de chicas que parecían ser heavys. Se presentaron y una chica se quedó mirándolo fijamente. La chica vestía una falda negra y una camiseta con las mangas de encaje. Sus uñas estaban cortadas formando cuadrados perfectos y se había aplicado una buena capa de laca de uñas negra. Tenía tatuajes a la vista, tenía una calavera tatuada en el brazo izquierdo, el nombre de su grupo favorito en la muñeca y una sigma mayúscula en alfabeto griego en su cuello. Los pendientes también abundaban. Era muy guapa, y no sabía Jordi el porqué lo miraba. - Por Dios, ¡Eres tú!, ¿Jordi? - Sí, tú eres… - ¡Julia! Me diste tu almuerzo en un recreo, pero ya no te había vuelto a ver… - ¡Oh, sí! Es verdad… ¡Cuánto tiempo!, y, ¡Cómo has cambiado! No pareces la misma niña… - Bueno, tú llegaste siendo el más pijo de todo el colegio, y ahora pareces más que nada hippie. - Todos cambiamos – sonrió Jordi. Los amigos se miraban preguntándose si sería lícito que un homosexual tuviese una conversación tan fluida con una chica que claramente se hallaba drogada en gran cantidad y que claramente intentaba filtrear con Jordi. Se retiraron. Las amigas también se retiraron con ellos. Los observaban de lejos. Jordi era mucho más alto que Julia. Se les veía felices. - ¿Nos fumamos uno en honor de los viejos tiempos? – propuso Julia. - Sí, pero lo lías tú, que voy demasiado hinchado como para semejante propósito. - Genio y figura hasta la sepultura. Me encanta tu elegante dialéctica. - A mí me encantan tus ojos, en serio, ¿cómo pueden ser tan negros? - Tengo ascendencia turca, mi padre es moro. - Oh, mi madre te odiaría. - ¿Quieres pasar a mi tienda y hacemos un submarino? - Sí, por Dios. Haciendo dicho submarino, con el calor que les ofrecía el humo, terminaron por quedarse ambos con solamente sus prendas menores. Jordi sonrió, era la primera vez en su vida, en sus dieciocho años de vida, en que había sentido algo así. Era eso lo que se sentía al poseer deseos sexuales. Se abalanzó sobre Julia y la besó, la besó hasta que ella no podía más y se apartó, se quitó la poca ropa que le quedaba y se dejó llevar por el ambiente licencioso en que los psicótropos los habían envuelto. Jordi perdió su virginidad y supo que había estado toda su vida esperando a Julia.

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