miércoles, 3 de abril de 2013

David Copperfield - Dickens

Ella lanzó un grito de terror y forcejeó conmigo con tanta violencia que no creo que hubiese sido capaz de sujetarla solo. Pero una mano más poderosa que la mía la agarró; y cuando la joven alzó su mirada temerosa y vio quién era su dueño, se dejó caer entre los dos después de un último esfuerzo. La llevamos lejos de la orilla, hasta un lugar donde había algunas piedras secas, y la depositamos allí llorando y gimiendo. No tardó en sentarse, con su desdichada cabeza entre las manos.
- ¡El río!- exclamó con desesperación-. ¡El río!

Sin embargo, algunas veces, cuando la llevaba al piso superior y sentía su peso cada vez más ligero, una extraña sensación de frío se apoderaba de mí, como si me acercara a una región helada, aún invisible, que entumeciese mi vida. Evité dar nombre a ese sentimiento, o analizarlo en mi interior; hasta que una noche en que lo había experimentado con más intensidad que nunca, cuando mi tía se despidió con el grito de: "buenas noches, Pequeña Flor", me senté solo ante mi mesa de trabajo y rompí a llorar pensando en aquel nombre tan funesto, y en ¡cómo la hermosa flora había perdido su lozanía!

- Señorito Davy, ¿la ha visto usted?
- Sólo durante unos instantes, cuando se había desvanecido- respondí dulcemente.
Caminamos un poco más, y él añadió:
- Señorito Davy, ¿cree que volverá a verla?
- Quizá sea demasiado doloroso para ella- respondí.
- Sí... eso había pensado- exclamó-. Seguro que lo es, señor, seguro que lo es.
- Sin embargo, Ham -le dije con delicadeza-, si hay algo que pueda escribirle de tu parte, en caso de que me sea imposible hablar con ella; si hay algo que quieres que le comunique en tu nombre, lo consideraría un deber sagrado.
- No cabe la menor duda. Se lo agradezco, señor; es usted muy amable. Creo que hay algo que me gustaría decirle o escribirle.
-¿Y qué es, Ham?
Continuamos andando en silencio, y en seguida dijo:
- No se trata que sepa que la perdono. No, no es eso. Lo que deseo es pedirle que me perdone por haberle impuesto mi amor. A veces pienso que, si no le hubiera hecho prometerme que se casaría conmigo, señor, tal vez hubiese confiado en mí como un amigo; y me habría contado la lucha que libraba en su interior, y me habría pedido consejo, y yo habría podido salvarla.

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