domingo, 4 de diciembre de 2011

LA ÚLTIMA MANO QUE TOCÓ MI SOLO

Quizá luchaba contra el frío invierno, o contra cada uno de los trozos de su destrozado corazón. Ni él lo sabía. Lo cierto era que cada vez que la miraba sentía que todos los finales hasta ahora leídos eran ridículos, que no cabía desenlace alguno. Tenía por seguro que con ella no habría réquiem posible.
Aunque lo encendía todos los días, su fuego era inútil, su sudor, vergonzoso, y su mente, extraterrestre, pues no la reconocía. No eran gemidos de placer, mas bien de odio y repulsión, aunque tampoco sabía si era sólo contra él, o también contra ella.
Los días no eran fáciles, aunque ella cada vez se mostraba más receptiva, él, sumiso e ignorante, daba por perdida la batalla que acababa de empezar. La miraba buscando sus ojos, siempre agachado y vulnerable.
Ella no sabía nada, incrédula ante su comportamiento, cada vez lo sentía más adentro. ¿Qué era eso que le ayudaba a levantarse? Quizá su aspecto de cachorro abandonado. ¿Era pena? No lo creía. ¿Lujuria? No lo descartaba. Inaugurando sus nuevos ojos ante él, le reía todas las gracias, le miraba los labios al hablar, pero no en su conjunto, siempre de uno en uno.
Era difícil estar asolas con él, parecía que la rehuía. Quizá eso la encendía aún más. Aprovechaba cada segundo que le brindaba el tiempo, y cada paseo que le regalaba la luna. Y fue bajo esta la primera vez que le cogió las manos. Eran duras, baroniles, todo lo contrario que su aspecto.
Ni él se lo creía cuando tocó sus manos finas y calientes.
-Llévame a casa. -le dijo.
Subieron a toda prisa por las escaleras, nunca soltándose la mano. Encerrados en el cuarto, sólo Dios sabe cuánto tiempo duró ese beso. Él juró a sí mismo que nunca soltaría su mano.

ESCENA I :
El calor del verano camuflaba los restos de tristeza que meses más adelante barrería la usada escoba del tiempo.
Parecían, o simplemente, se fingían sentimientos de comprensión, amistad e incluso amor. Todos ellos, ni que decir tiene, sobre-valorados por la mezquindad de la sociedad.
Por la calle un señor mayor miraba al cielo, en una esquina, apartado de todos, al igual que su vida, e intentaba convencerse a sí mismo de que únicamente se preocupaba por la situación meteorológica, pero sus ojos eran incapaces de creer su propia mentira. Acto seguido, a sabiendas de que los llantos se encaminaban a buscarlo, miró su reloj de pulsera, cogió del suelo sus bolsas, y se redirigió hacia la panadería, guardando sus sentimientos en el baúl de la miseria.
Una mujer pasó por medio de un grupo de antiguos compañeros. Ella puso su sonrisa más dulce (y fingida) que pudo y recordó cuánto la deseaban y cuánto se dejó desear por ellos. Ahora lo encontró vacía, pero su vida ya se había construido sobre esos inquebrantables pilares y supo que había sido ella misma quien había cavado su propia tumba, siguió andando dejando atrás las reflexiones, era lo que estaba de moda, el no pensar demasiado.
Un niño miraba con deseo mientras señalaba con su dedo índice un tren de juguete que se entreveía en un escaparate de la más antigua juguetería del pueblo. A su madre, que venía de empeñar sus pendientes de la boda, se le cayó el corazón al suelo al ver que nunca le podría sacar una sonrisa a su hijo sin antes, haber llorado por su penosa situción. Lo que el niño no se esperaba era que justamente, veinticinco años después de esa escena, volvería a buscar a ese tren, arrojándose a sus vías.
Toda la sociedad estaba corrompida por un velo de dolor y de desilusión, muertes, crisis, falta de valores... era el reflejo de la antítesis del bienestar. Nadie se libraba de ella, y mucho menos, La Manca del Cid.

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