lunes, 19 de diciembre de 2011

(Pensando título)

Encendió un cigarrillo de la marca más barata de tabaco negro que se podía encontrar en esos tiempos de recesión (en los que lo más lógico era dejar de fumar, pero, a la vez, era lo más imposible) a sabiendas de que no volvería a hacerlo muchas veces más.
Si tenía unos cuarenta y diez, llevaría, por lo menos, treinta años fumando. No era fácil dejarlo y, mucho menos, en ese momento.
Avivó el fuego de la chimenea, acercó una silla hacia la estantería del salón, subió sobre ella y cogió la carpeta azul de plástico que contenía los folios que relataban la historia de lo que no había sido su vida. La dejó sobre la mesa del salón y se fue a la cocina. Abrió la despensa y llenó de vino rosado una de las copas que le habían regalado en su boda. Entonces, con la copa en la mano, volvió al salón dándole dos pequeños sorbos.
Se le aceleró el pulso, sus labios no podían parar de temblar, y temió un ataque de nervios, pero respiró profundamente y abrió la carpeta aguantando con los labios su cigarrillo, que ya estaba casi tan consumido como su vida.
Seis años luchando un duelo con la muerte para acabar ella misma arrodillándose ante ella. Cogió el enorme fajo de folios y lo depositó sobre la mesa. El primer folio se titulaba Cómo no fui feliz durante mi infancia., el último, Cómo no quiso quererme. Volvió a leer los versos que cerraban su más reciente escrito: "Yo viviré para recordarte/ tú vivirás para soñar."
Meditó sobre todas las falsedades que había oído sobre el amor. No mataba. Mataba el cáncer y el orgullo.
Se levantó de la silla y cogió un nuevo cigarrillo. Se contempló ante el espejo que ofrecía una visión deformada de ella misma, y, se dio cuenta de que la muerte ya llamaba a su puerta, pero ese momento le pertenecía y, si conseguía quemar toda su vida, la recibiría en paz.
Antes de prender fuego a la que no había sido su vida, quiso reunir también algunas fotos en las que aún no tenía ni ojeras ni los ojos muertos. Esa vida ya no le pertenecía. También añadió el papel con los diagnósticos en los que la razón precedía una más que próxima muerte. Todo ardería en los fuegos del infierno que la habían estado mortificando los últimos seis años. Si por ella fuese, también ardería su último aliento.
Pero antes, tenía algo que hacer. Escribir la historia de lo que sí que había sido su vida.

"No sé escribir bien. No terminé los estudios básicos. Por eso siempre he reservado para mi intimidad todo lo que he escrito, aunque sí que me habría gustado que alguien lo hubiera leído, aunque sólo fuese una persona, con eso ya me habría conformado. Mi fracaso se hace llamar vida.
De pequeña me gustaba montar el árbol de Navidad, hasta que mi madre lo guardó en el garaje alegando que ocupaba demasiado espacio y que la Navidad ya no llegaba a nuestra casa porque el regalo que ella siempre pedía, que mi padre no hubiese muerto, nunca llegaba. Nunca más he vuelto a montar un árbol de Navidad, ni un belén, pero sí que me habría gustado hacerlo.
Leer sí que he leído. He leído mucho. Sobre ciencias y sobre mitología; lo que más me gusta de la ciencia son las curiosidades, de la mitología, la capacidad de imaginación.
Me estoy dando cuenta a medida que narro esto de que lo que menos importancia tiene es lo que más recordamos, recordamos, sobre todo, las cosas que nunca nos han sucedido. Nunca llegué a tocar bien el arpa, pero lo intenté. Tampoco he estado nunca en París, nunca he tenido con quién ir, y, cuando pude haberlo hecho, mi marido me abandonó con las maletas ya preparadas; son muchas las veces que me pregunto el porqué, durante muchos años quise odiarlo, pero me faltaron las fuerzas. Hasta que comprendí que fui yo misma la que lo alejaba de mí con mi pesimismo existencial, cuando le decía que quería morir nunca pensé que la muerte tuviese tan gran capacidad de ser tentada y ahora, me arrepiento de mi falsa teoría: "La muerte me da miedo, pero no tanto como la vida". Nadie quiere a un triste en su vida. Tenía veintisiete años y toda una vida por delante, pero, no volví a encontrar unos dientes tan blancos, pero me di cuenta de que los ojos azules eran más bonitos que los negros.
Con él fui feliz, más que con mi marido, aunque él nunca supo que lo quería, y, cuando pensé en decírselo, me diagnosticaron cáncer de estómago.
Durante los dos años siguientes, lo único que me mantenía alegre eran nuestros rutinarios y protocolarios encuentros en los que me sonreía (y yo, en sus ojos, veía reflejada mi sonrisa) y me preguntaba que cómo evolucionaba y si notaba alguna mejora. No supe cómo decirle que mis mejoras dependían de que se quitase la bata y dejase de ser mi doctor para volver a ser mi amigo. A pesar de que fueron los años en los que la muerte consultó mi dirección, fueron los que me hicieron volver a mirar sin bajar la mirada.
Con el cáncer dejó de ser mi amigo y pasó una semana, después, se limitó a ser, simplemente, mi psicólogo. Es algo mucho más técnico un trato por enfermedad mortal que por estrés acumulado por un trabajo mal pagado.
Él lo sabía, él sabía que me estaba enamorando de él; él me miraba y veía cómo lo observaba al cerrar la puerta de la consulta, pero fingía no darse cuenta e ignorarlo. Por eso, cuando todavía no sabíamos lo del cáncer y me sentía más que dispuesta a decírselo, insertó en una conversación trivial la felicidad que le causaba su matrimonio. Quise ser fuerte y no derrumbarme. Luché, y, cuando terminó mi terapia ya no tenía motivos para verlo.
Entonces todo empeoró. La quimioterapia no había servido para nada y no tenía ya ninguna motivación: volví a fumar después de dos años de casi total abstinencia.
En sueños, mi mente viajaba a lugares que no existían, o sí, pero yo no los conocía. No los había visto nunca con mis ojos. Veía nuevas personas, nuevos lugares... Vivía. Mi vida se basó en soñar. Soñar y escribir lo que soñaba. En uno de esos sueños viví una de las situaciones más intensas de mi vida: Encontré a alguien que me leía. El sueño empezaba in medias res, yo le cocinaba y él, desde el balcón, me decía que si quedaba mucho para la cena. Nunca una escena tan banal me había permitido dar semejante rienda suelta a mi felicidad. Después de la cena, en el dormitorio, tuvieron lugar hechos licenciosos en los que él no me veía sin ropa, sino desnuda, y, al despertarme a su lado, sonreía al verlo dormir y sabía que era perfecto para mí porque, al igual que yo, se llevaba la mano a la boca al dormir.
Desperté envuelta de un sudor frío. No recordaba su rostro, pero algo me decía que esa persona tenía que existir por el simple hecho de que sería demasiado triste que no existiese.
Los años siguientes he estado acostándome pidiendo al cielo, o al infierno, volver a soñar lo mismo. Pero parece que ni Dios ni Satanás me tienen el suficiente aprecio como para entregarme esa última voluntad. Y eso ya me lo demostraron con mi trágica infancia, mi matrimonio frustrado y mi amor imposible. Por eso, este último mes me he entregado al hedonismo. Mi amigo "vino" me ha ayudado a soñar. ¿Qué más da si estoy despierta? A veces he pensado olvidar ese inefable sueño y vivir el poco presente que me queda con los pies en el suelo, pero no lo he hecho, porque mi única norma siempre ha sido imaginar (si no lo hacía todo era gris) y porque ese sueño sobreviviría por encima del río Leteo, el río mitológico del olvido.
Mi bandera siempre sería el silencio ¿Qué decir cuando ya estaba todo escrito? Siempre he sido algo insaciable, siempre he sido algo insociable.
No considero que haya mucho más que decir, a veces un silencio es la mejor respuesta, de hecho, mi matrimonio acabó con un gran silencio, aunque me hacía sufrir y sentir estúpida, yo lo miraba y en silencio, me decía:"¡Joder, qué ojos!".
Ahora ya ha llegado el momento de arder con los recuerdos. Sólo puedo resumir mi vida en dos líneas, eso es triste, pero más triste es saber que nadie las leerá:
¡Qué catástrofe de noche, qué catástrofe de vida!
Pero eso sí, al igual que el escritor Nikos Kazantzakis, mi epitafio anuncia su mítica sentencia:
"No espero nada, no temo nada,soy libre"."

Acto seguido los más de cincuenta folios ardieron, y ella los miró arder con lágrimas en los ojos. A ella no le preocupaba morir, le preocupaba que a nadie le preocupase su muerte.
La vida se le escapaba de las manos y ella no había hecho nada por impedirlo.
Entonces sonó el teléfono. Era el doctor.

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